viernes, 21 de enero de 2005

Hasta el infinito, y más allá

Contaba ayer Libertad Digital que el cine español va de mal en peor, es decir, que si durante el año 2003 los espectadores fueron pocos, durante 2004 han sido menos todavía. Entre un año y otro nuestras producciones han perdido una clientela considerable: tres millones de personas que se han quedado en casa o que han escogido en la taquilla una de esas películas norteamericanas que, según los críticos, son malísimas pero que a la gente común le pirran. El descalabro es mayor si lo miramos con perspectiva. En 2001 el cine español atrajo a más de 26 millones de espectadores, en 2004 no ha llegado a los 19, y eso que cada vez hay más salas y el número de entradas vendidas viene creciendo de manera sostenida desde hace más de una década.

Lo más curioso de todo no es la torta monumental y anunciada de “nuestro” cine sino la reacción del obispado progre. La presidenta de la Academia, una que se llama Mercedes Sampietro y que adora vivir a cuenta de los demás, muy ofendida por los datos del informe dijo que claro, que el problema es que la competencia es desigual, que el cine yanqui domina la distribución y dispone de un marketing muy persuasivo. Por lo tanto, lo que hay que hacer es inyectar más dinero público en este negocio, esto es, quitarle a usted parte de lo que honradamente gana para que los amigos de Sampietro puedan dedicarse a lo que más les gusta sin preocuparse de cosas banales como el marketing o la satisfacción del cliente. Faltaría más, son artistas y la libertad de creación está muy por encima de cualquier consideración mercantil.

El nuevo Gobierno, que es muy perceptivo a las demandas de sus cuates de pancarta, ya ha tomado nota y ha destinado nada menos que 63 millones de euros a la protección de la cinematografía (sic). Un pastón que va a ir de la riñonada del contribuyente al bolsillo del titiritero. Si repartimos esa cantidad de manera alícuota entre todas las producciones –unas 125 cada año– el resultado es que cada director va a embaularse más de 500.000 euros con el cuento del arte, de la calidad y del nacionalismo cultural porque, caprichosamente, para esto sí que son españolistas... y de que manera. A ese dineral habría que sumarle el que suelen aportar las televisiones públicas, extraído a la fuerza también de su sufridísima cartera, y los fondos autonómicos que, por lo general, son muy sustanciosos. En definitiva, que a muchos les va a salir la película gratis o casi, por lo que no tendrán la necesidad de hacer algo que guste al público ni habrán de procurarse una buena promoción. Si luego pasa lo que tiene que pasar y la gente no va a verlas bastará con decir que somos unos incultos, que estamos embrutecidos por los efectos especiales de Jolivu y que no tenemos ni pizca de sensibilidad, vamos, que nos tenemos merecido de sobra el que nos saqueen a conciencia.

Siendo malo que nos asalten para satisfacer a unos pocos, es peor aún que nos obliguen a tragarnos sus bodrios. Porque ese es el siguiente paso, exigir a las salas y a las televisiones a que programen un porcentaje determinado de cine español. Perspectiva poco halagüeña si tenemos en cuenta que, desde hace muchos años, nuestros directores se han especializado en dos productos estrella; la comedia chabacana tipo Torrente y el pestiño infumable de alto contenido social. De tanto en tanto sale alguna cosa digna e incluso francamente buena. Entonces se arma la gorda. Durante semanas nos toca aguantar con paciencia de cartujo como los sacerdotes de la progresía se regodean como gatos panza arriba, se felicitan mutuamente y se declaran encantados de haberse conocido. En ese momento aprovechan para pedir más dinero con la promesa de mantener bien alto el pabellón. Si, además, al filme en cuestión le toca la china de ser nominado para los Oscar la paliza no es cosa de semanas sino de meses. En resumen, para coger la tele y regalársela al vecino junto con la colección “Joyas de nuestro cine” que vino hace dos años con el dominical de El País.

Ante una combinación tan letal de películas mediocres y tíos pesados, endiosados y politizados es normal que el españolito de a pie, el que les mantiene el chiringuito abierto, se haya declarado en huelga de butacas vacías. Este año tendrán más dinero, harán más películas que nunca y la Bardemcilla se pondrá de bote en bote. La Bardemcilla, porque la venta de entradas va a seguir su inevitable descenso hasta el infinito, y más allá.

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