sábado, 24 de marzo de 2007

Magda Goebbels, el nazismo en femenino

De todas las mujeres que rodearon a Hitler, la más sorprendente y cautivadora, la más fanática y entregada a la causa fue la esposa de su ministro de Propaganda, de Joseph Goebbels.

Vivió aceleradamente. Superó en todo a su segundo marido: en belleza, en talento y hasta en lealtad al Führer. Se casó dos veces, aunque su único amor verdadero y platónico fue Adolf Hitler, por quien terminó suicidándose en el jardín del búnker. Dio a luz a su primer hijo con sólo 20 años, y envenenó a los seis restantes con 44. Era malvada y superficial, de carácter inquebrantable y afilado instinto. El Tercer Reich no hubiera sido el mismo sin ella.

A finales de 1901 una joven criada berlinesa llamada Auguste Behrend alumbraba a una niña fruto de una relación con un hombre desconocido. Le dieron bautizo católico, el apellido de la madre y una hermosa ristra de tres nombres: Johanna Maria Magdalena. Al poco, su madre se casó con un rico industrial, Oskar Rietschel, que tomó especial cariño a la recién nacida. La convivencia entre Auguste y Oskar se estropeó en apenas tres años y se divorciaron. Auguste, que era joven y bien parecida, encontró a otro hombre, un restaurador judío de nombre Maximilian Friedländer.



Adoptada por Friedländer, fue reclamada por su "otro" padre, Rietschel, que se había trasladado con sus negocios a Bruselas. Fue internada en un convento de ursulinas, y sólo el estallido de la Primera Guerra Mundial truncó la pía pero tremendamente aburrida formación que Oskar Rietschel había reservado para su hija. De vuelta en Berlín, ingresó en el instituto, primero, y en el prestigioso internado Goslar, después. Su relación con Rietschel era inmejorable por aquel entonces, tanto que abandonó el apellido de su padre adoptivo para tomar el de su padre primero.

La joven Magda Rietschel era un dechado de buenas virtudes. Guapa, estilosa y cosmopolita. Hablaba francés con fluidez, su educación era esmerada y sentía una gran seguridad en sí misma. Tanta bondad no podía pasar desapercibida ante un hombre como Günther Quandt, uno de los más ricos de Alemania, con quien coincidió en el compartimento de un tren a mediados de 1920. Seis meses después ya se había casado con él.

Para Quandt, cercano a la madurez, su matrimonio con la joven y refinada Magda era un símbolo externo de distinción, la corona de laurel con que muchos triunfadores se adornan llegados a cierta edad. Magda, sin embargo, no deseaba ser un florero al servicio de su acaudalado marido. Once meses después de la boda vino al mundo su primer y único hijo, Harald Quandt, y ahí se acabó la gasolina del matrimonio.

La vida social de los Quandt no era muy excitante. Günther trabajaba mucho, y sólo tenía a su esposa para exhibirla de tanto en tanto y para que le acompañase a sus viajes de negocios. Más que un marido, Quandt era un padre –el tercero– para la pizpireta joven. A falta de motivaciones mejores, Magda se dedicó a cultivar la alta sociedad berlinesa y a hacerse un nombre entre las damas que pintaban algo en los círculos burgueses del Berlín de entreguerras. El aburrimiento, sin embargo, es mal compañero para casi todo, y heraldo de malos augurios cuando se cuela entre dos cónyuges.

En 1928 Magda, que languidecía junto a un cincuentón en un barrio alto de Berlín, conoció a alguien de su edad, vigoroso, idealista y consagrado a la acción. Se trataba de Jaím Arlosoroff, judío de origen ruso, nieto de un rabino y militante convencido del sionismo. Comenzó entonces una atormentada relación amorosa entre ambos que dio la puntilla al matrimonio de Magda. Quandt la puso de patitas en la calle, aunque, para evitar un escándalo que poco podía favorecer a la familia, dejó que se llevase al niño y asignó a ambos una generosa pensión.

No mucho después del divorcio, durante la campaña electoral de 1930, Magda se dejó caer por un mitin del Partido Nacional Socialista en el Palacio de los Deportes de Berlín. Desde ese momento su vida daría un giro radical. El orador principal era un tal Joseph Goebbels, un dramaturgo fracasado de aspecto enjuto, pequeño, de cabello oscuro y ojos castaños que arrastraba decidido su pierna izquierda, embutida en una prótesis de metal, a causa de una enfermedad infantil. Era la antítesis ambulante de lo que predicaba su propia propaganda.

Magda quedó sobrecogida por la parafernalia del acto, mística y brutal, de violencia contenida y emotividad a flor de piel. Al poco corrió a afiliarse en el partido, y, gracias a su buena formación y a las artes que había desarrollado en los mejores salones de Berlín, supo ascender hasta las oficinas del cuartel general. Una vez allí se puso al servicio del hombre del discurso, de Joseph Goebbels, tan deforme como libidinoso. "Una hermosa mujer llamada Quandt está haciéndome un nuevo archivo privado", escribía en su diario aquel otoño de 1930. Goebbels, que no era aun ministro sino un simple gauleiter (jefe del partido) en Berlín, daba una extraordinaria importancia a la información. Mantenía un archivo detallado de todo lo que sobre él y sobre el partido nazi se decía en el extranjero. Magda, que hablaba idiomas, pronto se hizo imprescindible… en todo.

El cortejo fue corto pero intenso. Con la precisión de un tesorero, Goebbels tomaba nota de todos sus encuentros amorosos, y de las ideas que le iban pasando por la cabeza. Magda, astuta y conocedora del frágil material con que habría de trabajar, dejó que el gerifalte nazi se obsesionase, hasta asegurarse de que sólo pensaba en ella. Le consumió por agotamiento. "Voy a dejar las historias de mujeres y dedicarme por entero a una", apuntaba en el diario meses después de haber conocido a Magda.

La ambiciosa berlinesa estaba consiguiendo su objetivo. Mantuvo durante un tiempo la relación con Jaím Arlosoroff y se preocupaba de que Goebbels lo intuyese, sospechase que, tras ella, se escondía un agitado pasado sentimental. Esto espoleaba los celos del jerarca, acostumbrado, por otra parte, a despachar sus urgencias íntimas con jovencitas, actrices y militantes del partido, sobre las que ejercía una suerte de poder incontestable, feudal, como casi todo en la Alemania nazi.

En diciembre de 1931, menos de un año y medio después del mitin en el Palacio de los Deportes, Magda accedió a las súplicas de su amante nazi y se casó con él. La boda se celebró, curiosamente, en una propiedad que la familia Quandt poseía en Severin. Pero a quien la intrigante divorciada perseguía no era a Goebbels, sino a Hitler, por quien sentía una admiración rayana en el delirio.

La relación privada entre Magda y Hitler es un misterio; hasta hay quien asegura que llegaron a ser amantes formales. "También amo a mi esposo, pero mi amor por Hitler es más fuerte, por él estaría dispuesta a dejar este mundo", confesó a Leni Riefenstahl en cierta ocasión. Aparte de esta confidencia a la genial cineasta del Reich, no hay datos que sustenten el amorío; y, puestos a inventar, tal fue la influencia y el poder que llegó a alcanzar aquel hombre, que cualquier dama del Tercer Reich podría haber sido su amante.

Los meses previos a la toma del poder, Hitler pasó largas temporadas en Berlín. Sus anfitriones eran, cómo no, los Goebbels, que abrían de par en par las puertas de su casa, en el privilegiado barrio de Reichskanzlerplatz. La otrora dama de la sociedad burguesa y decadente se había convertido en el ama de casa nacionalsocialista ejemplar. Preparaba diariamente el almuerzo para Hitler, y se lo hacía llevar en una tartera al hotel donde residió durante aquel año el aspirante a canciller. Por las noches, la cúpula del partido se reunía en la mansión de Goebbels. La galería de monstruos que haría tristemente célebre al Tercer Reich pasó por aquella casa: el obeso Goering, el homosexual Röhm y el despiadado Himmler, que aún se conformaba con la jefatura de las insignificantes SS, desfilaron por el salón de Magda, y disfrutaron de sus guisos y atenciones.

Magda cocinó para todos, a todos les dio conversación. Las veladas en Reichskanzlerplatz se alargaban hasta primeras horas de la mañana. Los futuros dueños de Alemania hacían y deshacían planes anticipando el final de la marchita República de Weimar.

Sus pronósticos se hicieron realidad mucho antes de lo previsto. El último día de enero de 1933 Hitler recibió el encargo de formar gobierno. Era la inauguración formal de la Alemania nazi, el régimen más tenebroso y genocida de cuantos ha parido la mente humana. Con permiso del soviético, claro.

El matrimonio Goebbels estaba en primera línea para paladear las mieles del triunfo. Él era nazi desde los tiempos heroicos; ella, desde hacía sólo tres años. Ambos eran los esclavos preferidos del Führer. Joseph soñaba con el ministerio de Educación y Cultura, para recrear en la práctica sus desvaríos propagandísticos. Hitler no se lo concedió; le dio algo mejor: un caramelo creado ad hoc para él: el Ministerio de Información y Propaganda.

Ya como ministros del Reich se a mudaron a un hogar a la altura de su gloria personal, al palacio del Príncipe Leopoldo. Para el verano, las autoridades de Lanke, en el lago de Bogen, le regalaron otro palacete de estilo prusiano. Magda ordenó adecentar el lugar hasta convertirlo en un complejo de cinco edificios, uno de los cuales tenía 21 habitaciones dotadas de avances tales como aire acondicionado o persianas accionadas por un motor eléctrico, algo inaudito para su época. El ministro se hizo construir un castillo privado, en el que ni su esposa podía entrar. Lo utilizaba como despacho, tapizado por completo en rojo, y para recibir a sus amantes ocasionales. Las extravagancias de Goebbels no fueron una excepción. Ni el Kaiser ni ningún rey de Prusia se habían rodeado de tanto lujo y derroche como lo hicieron los cabecillas nazis.

Hitler, consagrado por entero a la labor de transformar Alemania en un invencible imperio que durase mil años, no contrajo matrimonio hasta poco antes de su muerte. Magda rivalizó con la novia del Führer para erigirse como la primera dama del régimen. Lo consiguió, y por sus propios méritos. Era ubicua en las fiestas y celebraciones que jalonaban el calendario del partido y, a la vez, inició una incesante actividad paridora. Entre 1932 y 1940 tuvo seis hijos, casi a uno por año. Helga, Hildegaard, Helmut, Holde, Hedwig y Heide, todos sus nombres empezaban por hache, de Hitler. El Führer se lo supo recompensar otorgándole la Cruz Honorífica de la Madre Alemana.

El estallido de la guerra no menguó su ánimo. Atrás quedaban los fastos de tiempos pasados, en los que ejercía de anfitriona de multitudes. Con ocasión de la Olimpiada de Berlín recibió a más de tres mil invitados, con los que se exhibió como la cara femenina del nazismo. Rubia, distinguida, políglota y celosa madre y esposa. Toda Alemania, y buena parte del extranjero, sucumbió a sus encantos. En los años difíciles, lejos de venirse abajo, se dejaba ver con su marido entre las ruinas de los bombardeos aliados, consolando a las madres desencajadas que acababan de perder a sus hijos entre los escombros. Se cuenta que, en los meses finales de la guerra, a los invitados a su palacio les exigía los cupones de racionamiento. El hundimiento estaba cercano, la corrupta y asesina nave en la que se habían embarcado los nazis estaba a punto de naufragar.

El 22 de abril de 1945, con el Ejército Rojo a las puertas de Berlín, los Goebbels solicitaron permiso a Hitler para acompañarle al búnker. Éste, en reconocimiento por la inquebrantable lealtad que le había brindado, se arrancó de la solapa la insignia de oro del partido y se la entregó a Magda. Ese sería el punto culminante de su carrera, y la antesala del drama. El 28 de abril se encerró en su cuarto del búnker y escribió a su hijo Harald, que servía en la Luftwaffe:

"Nuestra espléndida idea se hunde, y con ella todo lo que de hermoso, admirable, noble y bueno he conocido en mi vida. El mundo que vendrá detrás del Führer y el nacionalsocialismo no merece la pena ser vivido, y por eso he traído a los niños".

Dos días después Hitler se descerrajó un tiro y puso punto y final a su vida, a su espantoso régimen y a la guerra mundial que él mismo había iniciado. Magda, fría como un témpano, se encerró en una habitación con sus seis hijos. Les administró un somnífero y una inyección letal. Al sueño le sucedió la muerte. La mayor tenía doce años, la menor no había cumplido los cinco.

Horas después, Goebbels se dispuso a inmolarse junto a su esposa en el jardín del búnker. Se vistió con parsimonia, ajustándose con decisión la gorra de plato color caqui, y subió hasta la superficie con varios guardias. Las órdenes eran estrictas: tras el suicidio, sus cuerpos debían ser incinerados, para que los rusos no pudiesen exhibir sus cuerpos como trofeo. El ministro se pegó un tiro, Magda ingirió una cápsula de cianuro.

Punto y final. Magda Goebbels, nacida Behrend, adoptada como Friedländer y Rietschel y divorciada como Quandt, había dejado de existir. Sus restos fueron encontrados por los soldados rusos, y enterrados en los jardines del cuartel general del KGB en Magdeburgo. Un cuarto de siglo después, fueron exhumados y reducidos por completo a cenizas, que fueron esparcidas en el río Elba. Ni en sus peores sueños hubiera podido imaginar un final semejante.

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