miércoles, 14 de abril de 2010

Houston, tenemos un problema

La tripulación del Apolo XIII (de izqda. a dcha. Lovell, Mattingly y Haise)
Hace hoy 40 años el Apolo XIII, último grito en naves espaciales de la época, se rompió entre la Tierra y Luna, más cerca de la segunda que de la primera. Fue el primer gran fracaso del programa espacial americano, puso al mundo en vilo, a tres hombres al borde de la muerte y demostró lo vendidos que estamos cuando nos da por viajar al espacio exterior, lejos de la grávida y confortable órbita de nuestro pequeño y azulado planeta. 

El accidente del Apolo XIII selló el fin de la carrera espacial que había comenzado 13 años antes con el la puesta en órbita por los soviéticos del Sputnik. El espacio se convirtió más que una nueva frontera, que también, en un campo de batalla más de los muchos en los que se libró la Guerra Fría. El programa espacial estaba a medio camino entre el ejército y la propaganda. Los desarrollos tecnológicos los aprovechaba el primero, los titulares de prensa, el segundo.

Durante los años 60 el espacio fue como un cerdo el día de San Martín, todo se aprovechaba y todo sentaba bien, de ahí que tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética gastasen miles de millones de dólares en enviar al espacio ingenios cada vez más sofisticados. La carrera la ganó América, pero por una cuestión simbólica: la Luna. Ellos llegaron primero y se llevaron de calle un campeonato en el que no había medalla de plata ni premio de consolación. La URSS, que lo había hecho casi todo incurriendo en altísimos costes humanos, rumió su derrota y se retiró taciturna del cuadrilátero.

Concluido el combate, los entrenamientos dejaron de tener interés. Pero eso, los astronautas elegidos para viajar a la Luna a bordo del Apolo XIII no lo sabían, al contrario, creían que estaban inaugurando una nueva era que conduciría a la especie a los bordes de la galaxia en muy poco tiempo. Los tres del Apolo XIII formaban parte del Olimpo de pilotos que la NASA había preparado duramente para guiar las naves Apolo, los aparatos más costosos y refinados de la historia del hombre. El comandante, Jim Lovell, era un veterano del espacio. Había volado con dos de las naves Géminis y con el Apolo VIII, la primera nave tripulada que consiguió escapar de la órbita de la Tierra, la primera en orbitar la Luna y sus tripulantes los primeros seres humanos en ver al natural la esquiva cara oculta de nuestro único satélite natural.

Los otros dos, Fred Haise y Ken Mattingly, eran novatos, pero no por eso menos entrenados para un viaje que era –y sigue siendo– casi de ciencia-ficción. La misión empezó con un inesperado cambio. Dos días antes del lanzamiento, los médicos advirtieron que Mattingly podría enfermar de rubéola en el espacio por lo que, siguiendo los protocolos de la NASA, fue sustituido por Jack Swigert, un piloto soltero y mujeriego que pertenecía al equipo de reserva. Lovell pudo haberse quedado en tierra, pero, como tenía tantas ganas de caminar sobre la Luna, aceptó que le cambiasen al piloto del módulo de mando en el último momento.

El lanzamiento se produjo el 11 de abril. El Apolo XII, una nave formada por tres módulos –el de mando, el de servicio y el lunar– iba colocado en el extremo superior del cohete Saturno V, el mayor propulsor jamás construido por el hombre; una bestia de 110 metros de altura, 10 de diámetro y 3.200 toneladas de peso. Los actuales transbodadores espaciales miden la mitad y pesan un tercio menos. A cambio, se pueden reutilizar, transportan a 7 astronautas y se pilotan como un avión.

Con la potencia suficiente, el tránsito a la órbita terrestre es muy rápido, de unos pocos minutos. Entre los 100 y los 500 kilómetros de altitud la atmósfera desaparece y los objetos flotan alrededor del planeta a velocidades asombrosas. En ese punto el Saturno se desprendía de la última de sus fases y el Apolo se volteaba sobre sí mismo para ensamblarse. Era un sistema realmente complicado, pero el único que se les ocurrió a los ingenieros de la NASA. Una vez hecho esto, un ligero toque de motor para cambiar la gravedad de la Tierra por la de la Luna. Así, el frágil esquife espacial podía viajar de un cuerpo celeste a otro sin necesidad de cohetes. A eso se le llama asistencia gravitatoria, y es el modo en el que navega por el cosmos casi cualquier cosa hecha por el hombre. Y no por gusto, sino porque no hay otro remedio dada nuestra primitiva tecnología espacial.

Pero el día 14 de abril, poco antes de llegar a la Luna, algo falló en el módulo de servicio. La nave empezó a desestabilizarse expulsando gas por uno de sus costados. Gas, es decir, preciadísimo oxígeno de los tanques, el único disponible en cientos de miles de kilómetros a la redonda. Lovell, que desconocía el alcance de la avería, informó a la Tierra. “Houston, hemos tenido un problema”, dijo sin imaginar que esa frase llegaría a igualar en fama a la de Neil Armstrong cuando puso su pie sobre el Mar de la Tranquilidad.

El centro de control de la NASA, radicado en Houston, hizo las lecturas pertinentes y comunicó a los confusos tripulantes que el problema lo tenían ellos. Era duro de admitir, pero en la Tierra no tenían ni idea de como sacarles de ahí. El programa Apolo no contemplaba la posibilidad de que una de sus naves se estropease camino de la Luna. Después de estudiarlo, el director de vuelo Gene Kranz, les dio el plan de retorno. Ya no podrían alunizar, se limitarían a orbitar el satélite y luego ya se vería como se les traían de vuelta. La nave se encontraba a 384.000 kilómetros y eso era todo lo que podían decirles.

Durante tres días un equipo de varios centenares de personas se dedicó día y noche a estudiar el modo de traer a casa al Apolo XIII. Nixon se trasladó personalmente al control de Goddard para seguir de cerca la tragedia y la prensa se interesó repentinamente por un viaje que había ignorado. Pero a bordo los problemas se amontaban convirtiendo el tercer viaje a la Luna en una pesadilla digna de película. El oxígeno se terminaba, y con él el agua y la energía eléctrica. Todo el viaje de vuelta lo tuvieron que hacer a oscuras acurrucados sobre sí mismos envueltos en un frío helador. Poco antes de llegar a la Tierra no se sabía aún como iban a reentrar en la atmósfera ya que iban muy escasos de baterías. En el último momento se resolvió y el 17 de abril la cápsula amerizó sobre el océano Pacífico.

“Sanos y Salvos” titulaba el madrileño ABC al día siguiente a toda página. El Apolo XIII, que en principio no había despertado curiosidad alguna y era considerado tras el éxito del XI y XII un viaje rutinario, se convirtió en una celebridad mundial. La epopeya de Lovell, Haise y Swigert fue vivida en primera persona por millones de personas alrededor del mundo. La NASA, a diferencia de los soviéticos, no solía ocultar nada, ni siquiera los fracasos y la gente estaba informada de todos los detalles de la operación. Una vez terminada la aventura se efectuó una investigación en profundidad. La culpa no había sido de un meteorito, ni de un rayo de protones emitido por el sol, sino de un vulgar interruptor que provocó un cortocircuito.

Los americanos extrajeron dos lecciones del victorioso fracaso del Apolo XIII. La primera que había que acortar el programa lunar todo lo posible para no tentar de nuevo a la suerte. Y así fue. En 1972 se llevó a cabo el último de los viajes a la Luna. La segunda lección fue más dolorosa: el espacio sólo interesa a los contribuyentes cuando sucede algo malo allá arriba, algo como el drama de Lovell y sus hombres. Conseguido el objetivo principal ya no tenía sentido seguir invirtiendo cantidades mareantes en un costosísimo programa espacial que, algunos años, llegó a devorarse entre el 2% y 3% del PIB estadounidense.

La NASA, olvidada y sin dinero, se replegó y ha ido empalmando error tras error, muy lejos de aquel momento álgido de gloria hace ya cuatro décadas, cuando disponía de los mejores ingenieros y científicos del mundo. Hoy es una agencia estatal como cualquier otra: burocratizada, politizada e ineficiente. Quizá esa sea la razón por la que no se ha vuelto a ir a la Luna, o por la que no se han enviado astronautas a Marte, el eterno capítulo siguiente de la carrera espacial que, mientras el Estado siga siendo el dueño y señor del espacio, aún tardará mucho tiempo en escribirse.

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