jueves, 2 de febrero de 2012

Megaupload, un gigante con los pies de barro

Megaupload era uno de los sitios más populares de Internet. Casi todos los internautas lo conocían, y muchos hacían un uso intensivo de él para descargar películas o música. Pero los cimientos del gigante eran endebles. Hoy ha pasado a mejor vida y sus dueños se enfrentan a un incierto destino.

Hasta hace dos semanas Megaupload era uno de los grandes puertos virtuales donde millones de internautas hacían parada y fonda. Ofrecía archivos, es decir, películas, discos de música, libros y todo tipo de información que puede ser descargada y visualizada en una pantalla. Era un destino atractivo. Todo, absolutamente todo, estaba allí, desde los taquillazos más recientes de Hollywood hasta el último disco de Lady Gaga pasando por las series de televisión más populares. Utilizarlo era simple, tan sólo hacía falta disponer de un ordenador, una conexión ADSL y tiempo para la descarga y posterior visionado, audición o lectura de los contenidos descargados.



Era el modelo definitivo de file sharing o compartición de archivos. Catálogo amplio, multilingüe, sin esperas y con rapidez garantizada, el nirvana mismo del internauta aficionado a las descargas. Pero, de pronto, para pasmo de medio mundo, se apagó. Y no porque sus dueños decidiesen dedicarse a otra cosa, sino porque el FBI lo cerraba fulminantemente en una cinematográfica operación internacional denominada “Megaconspiracy”. Al minuto la noticia copó las portadas de todos los diarios del planeta abriendo un controvertido debate que no ha hecho más que empezar y que promete momentos de gloria para lo que queda de año.

Pero, ¿qué es lo que hacía Megaupload para ocasionar una reacción tan expeditiva por parte de la temida oficina federal de investigaciones? Simple, una buena parte de los archivos que albergaban sus servidores estaban allí sin el consentimiento de sus propietarios, y eso es ilegal, ya que va contra las leyes de propiedad intelectual. ¿Subían ellos esos archivos sin permiso?, no, su negocio no era tan arriesgado. Si lo hubiesen hecho así hace ya mucho tiempo que les habrían cerrado la web. Lo hacían de un modo más sibilino. Tal y como reza su propio nombre, usuarios de todo el mundo “subían” (upload) contenidos a sus servidores, la empresa los almacenaba, los clasificaba y los colocaba listos para su descarga por parte de otros usuarios.

Todo eso cuesta bastante dinero. Tanto el ancho de banda, es decir, el tráfico de datos, como el alojamiento de esos datos es caro. Ni que decir tiene que, tratándose de películas, la cantidad de datos a almacenar y transferir es altísima. Los dueños de Megaupload, sin embargo, no eran unos benefactores de la humanidad que ponían toda esa infraestructura por amor al arte. Su verdadero negocio, de donde sacaban el dinero, no era de la carga, el upload, sino de la descarga, el download. Los usuarios podían elegir entre dos modalidades: una gratuita con esperas y descarga lenta, y otra rápida previa compra de un bono de descarga que se denominaba “cuenta premium”. La venta de esas cuentas es lo que hizo millonarios a los dueños de Megaupload.

Millonarios y excéntricos

Detrás de la palabra mágica que hacía furor en Internet había cuatro europeos –tres alemanes y un holandés–, capitaneados por Kim Schmitz, un antiguo hacker condenado en tres ocasiones por craquear una red empresarial, por fraude y por desfalco. Lo que Schmitz nunca había pisado hasta ahora era la cárcel, donde de seguro va a pasar los próximos años de su vida. Los otros correrán parecida suerte.

Schmitz, un informático de 38 años nacido en una ciudad de provincias del norte de Alemania, siempre quiso ser millonario. La irrupción de Internet le cogió muy joven, con veinte años recién cumplidos. Se especializó entonces en la naciente piratería informática, lo que le ocasionó la primera de sus condenas, de la que salió ileso. Entonces se empezó a hinchar la burbuja de las puntocom y Schmitz, inquieto y emprendedor, se subió sobre ella. Pero no para crear riqueza, sino para apoderarse de ella con malas artes.

En 2001 compró una compañía, Letsbuyit.com, y anunció que iba a invertir un dineral en ella. Las acciones subieron como la espuma, entonces Schmitz la vendió llevándose una jugosa tajada en concepto de plusvalía. A los pocos días Letsbuyit quebró irremisiblemente, pero el alemán ya había desaparecido con el dinero. Para entonces ya se hacía llamar Kim Dotcom (puntocom) o Kim Tim Investor. Lo cierto es que hacer negocios con él era una práctica de alto riesgo. En 2002, después de quebrar otras dos empresas tras obtener un préstamo sin garantías de 280.000 euros, fue detenido en Bangkok y extraditado a Alemania. Fue juzgado por insider trading (uso de información privilegiada) y condenado a pagar una multa, pero se libró de la cárcel. Al año siguiente volvió a vérselas con la justicia alemana por un caso de desfalco. Fue condenado a dos años de prisión, pero no llegó a ingresar.

Eso le hizo abandonar definitivamente su país natal y conseguir otra nacionalidad a la que recurrir en caso de problemas. Consiguió un pasaporte finlandés y concibió su siguiente pelotazo. Se trataba de Megaupload, fundada en la primavera de 2005 con una pequeña inversión. Para evitar problemas se llevó la sede de la empresa a Hong Kong mientras él, por su parte, se mudaba a la remota Nueva Zelanda, donde alquiló una gigantesca mansión de cuento de hadas muy similar a la que Michael Jackson tenía en California. La llamó Dotcom Mansion. Para evitar problemas con las autoridades locales, se prodigó en donaciones, como las que hizo a la fundación que atendía a las víctimas del terremoto de Christchurch.

El gobierno neozelandés estaba encantado con su nuevo vecino. Llegó a comprar 10 millones de dólares en bonos del Tesoro y era uno de los principales contribuyentes del archipiélago. Y es que Schmitz no era un millonario ahorrador, sino un consumidor compulsivo. Le perdían todos los lujos: jets privados, yates, viajes a la Costa Azul para codearse con las estrellas del celuloide, coches deportivos, fiestas por todo lo alto con mujeres de postín en los destinos más exclusivos del planeta. En la pura ostentación se le iba una buena parte de los cuantiosos beneficios que Megaupload le dejaba. Pero la empresa no hacía más que crecer. Pronto se dio cuenta del potencial de la pornografía y montó Megaporn. Cuando se percató de lo demandado que era el vídeo en streaming al estilo de YouTube lanzó Megavideo, un servicio en el que se podía ver casi cualquier película on line aunque, eso sí, había que pagar si se pretendía ver entera porque a los 72 minutos la reproducción se detenía. Una trampa magistral. El espectador ya había cogido el hilo y quería ver el final, lo que le llevaba a tirar de Visa para adquirir un bono de descarga.

El modelo Megaupload funcionaba a las mil maravillas pero sus cimientos eran de barro. Alojar y distribuir contenidos sujetos a derechos de propiedad intelectual es un delito en todo el mundo. Schmitz se defendía arguyendo que él no subía esos archivos, que se limitaba a poner el puente y que, si los propietarios se lo pedían, retiraba el archivo en cuestión. Servir de puente y lucrarse con ello es de dudosa legalidad, además, cuando los titulares de los derechos solicitaban la retirada de un archivo no siempre desaparecía, o lo hacía y volvía a aparecer a los pocos días con otro nombre. A fin de cuentas, el núcleo del negocio era disponer de contenidos atractivos. Megaupload premiaba a los que subían las películas o las series más demandadas, lo que demuestra que muy buena fe no tenían. Un pequeño porcentaje de todo el material que había en los servidores de la empresa estaba allá arriba con todos los papeles en regla. Esos archivos (apuntes de universidad, informes y archivos variados) se podían almacenar y distribuir legalmente, pero ni Schmitz ni sus socios vivían de ellos. Ahora queda por determinar que va a ser de toda esta información, que, en rigor, debería ser devuelta a sus legítimos propietarios. El otro fleco que queda pendiente es retornar a los usuarios el remanente de los bonos de descarga que no han podido consumir.

Eso, y mucho más, se dilucidará en los próximos meses ante un tribunal federal de los Estados Unidos. Por de pronto Schmitz y los suyos se encuentran en una prisión neozelandesa pendientes de extradición. Afrontan tres cargos de máxima gravedad y los reclama el FBI, el servicio aduanero de Hong Kong, la policía holandesa, la fiscalía de Rotterdam, la policía metropolitana de Londres, la oficina de investigación criminal de Alemania y la policía montada del Canadá. De esta Schmitz no va a salir tan bien librado como en ocasiones anteriores. A Kim Dotcom, motejado por el mismo como Kimble (en honor al protagonista de la película “El Fugitivo”) se le ha acabado la huída.

En la cumbre de su éxito, el día anterior a su cierre, Megaupload era el decimotercer sitio web más popular de Internet. Facturaba 175 millones de dólares al año con solo 150 empleados que, como sus servidores, estaban repartidos por todo el mundo. El 75% de sus ingresos provenían de los bonos de descarga, el 25% restante de la ubicua y molesta publicidad que inundaba sus páginas. Cada día 50 millones de personas accedían a su portada, más de la mitad de los cuales tenían entre 25 y 44 años. Ocho de cada diez usuarios eran hombres y un nada despreciable 15% de los accesos correspondía a menores de edad. A principios de este año Megaupload representaba el 4% del tráfico total de Internet. Nunca antes una web de estas dimensiones había caído con tanta celeridad.

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